Dicen
que las cifras son tozudas y los números objetivos. Yo no lo tengo tan claro.
Si quieres arruinar un discurso o falsear una evidencia, empieza por soltar
cifras, datos, porcentajes y cantidades. Lo que es necesario para el
conocimiento de una realidad, se convierte en el muro que la oculta.
Esto
es lo que ocurre cuando se habla de desplazados, de damnificados, de hambruna,
de guerra, de miseria, de sufrimiento. Las personas dejan de serlo y se
convierten en números. Ya no se trata de Khaled, Leonel, Nadir o Mamadou. Estos
se convierten en un porcentaje, en un
colectivo donde, a mayor número, menos personas.
Con
los desplazados se empieza por robarles los ahorros que tenían para rehacer su
vida en la tierra prometida. Luego se les retiene en los llamados países de
contención, es decir, en tierra de nadie. Luego se les etiqueta. Si su
motivación es política o económica. Si entre ellos hay infiltrados portadores
de todos los males. Si interesan únicamente los varones como mano de obra
barata. Que si estos para ti, estos para mí y la mayoría para nadie. Entre tanto
pasa el tiempo sin que se planteen soluciones efectivas. Lo que ocupaba el prime-time de la televisión deja de ser
noticia, como si esos miles de individuos se hubieran volatilizado. Cada día se
crean nuevas fronteras o se refuerzan las existentes. Las físicas, las
políticas, las culturales, las mentales, las artificiales o se trazan líneas
rojas. El problema se enquista y cada día, esto sí es seguro, irá a más hasta
que estalle.
Las
personas se desplazan por necesidad; porque allá donde viven es un infierno;
porque se mueren de hambre, porque la naturaleza se ha vuelto hostil o porque
les matan. Da igual el lugar del mundo donde nos situemos. Entre América del
norte y del sur, entre África y Europa, entre el este y el oeste, entre el
campo y las ciudades, entre los ricos y los pobres. Desde que los humanos somos
bípedos, hemos recorrido continuamente todo el mundo. No me refiero a los
que lo hacen por curiosidad, sino por algo más vital como es por carencia de
elementos básicos de subsistencia. Y todavía hay algo peor. Son los que han
llegado a una situación límite en la que ni siquiera tienen capacidad para
desplazarse y están instalados en una desesperanza resignada.
Las desigualdades y la codicia son las causas
de la miseria. Ese es el modelo que tenemos.
Modelo que se potencia por quienes lo tienen todo y por quienes teniendo
poco o nada, lo aceptamos.
¿Quiénes
somos los que estamos instalados en la apacible comodidad de nuestros hogares
para impedir a un congénere lo mismo que nosotros gozamos? Tenemos pánico a que
vengan y nos quiten “lo nuestro”, nuestro bienestar, nuestros valores, nuestra
forma de vida y estoy seguro de que esto que tenemos es consecuencia de que
ellos no tienen nada. No se trata de lo que nos van a quitar, sino de lo que
hay que compartir. Cierto que la
solución perfecta no existe, al menos para todos, pero en la solución todos
tenemos que aportar y perder y más quienes más tienen. Hay dos maneras. Ayudando
al progreso en sus lugares de origen y eliminando fronteras, todas esas que
mencionaba anteriormente. Posiblemente esto nos empobrecerá momentáneamente en
lo material, pero es la única manera de redistribuir la riqueza y de progresar
con equidad como seres humanos.
Pero
¿qué significa esto de sin fronteras?
No se trata de la uniformidad de valores, de la pérdida de identidad o de la cultura propia. Nada de eso. Al
contrario, es profundizar en la diversidad de cada pueblo y aceptar sus valores
como modo de desarrollo. Crear raíces locales para que el conjunto funcione. Se
trata de aplicar esto tantas veces repetido: piensa global y actúa local.
Para el progreso general debemos empezar a
derribar muros. Las fronteras solo favorecen a quienes las han levantado.
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