2021-08-12

EL FUTURO DISTÓPICO

 


—¡Hola!, me llamo Boris.

—¿Boris?, pues así, a palo seco, no me suenas. Conozco a unos cuantos Boris.

—Pues te advierto que soy famoso.

—¿Sí, eh? Famosos conozco a Boris Izaguirre, periodista, Boris Karloff, actor, Boris Pasternak, novelista, Boris Becker, tenista, Boris Spassky, ajedrecista, Boris Yeltsin, el que dirigió Rusia agarrado a una botella de vodka y alguno que me dejaré, seguro.

—Quita, quita, esas son viejas glorias. Yo soy actual, no sé si me entiendes. Estoy en la cresta de la ola, donde los vientos soplan despiadados, donde si te levantas te desaparece la silla al instante. Bah, déjalo.

—Bueno, dime ¿a qué has venido a este sitio tan concurrido?

—Quiero alertar a la humanidad de lo que se nos viene encima.

—¿Algún meteorito gigante, tal vez una invasión alienígena, una COVID replicante?, di, que nos tienes en ascuas.

—Nada de eso, es mucho más.

—Vale, suéltalo ya y te digo si me gusta.

—Puedes ocultar los secretos a los amigos, a los padres, a los hijos, al médico, incluso al entrenador personal, pero supone un verdadero esfuerzo ocultar los pensamientos a Google. Y, si eso sucede hoy, en el futuro puede que no haya dónde esconderse. Las ciudades inteligentes estarán repletas de sensores, todos conectados por el Internet de las cosas; balizas que se comunicarán de manera invisible con farolas, de modo que siempre habrá espacio para aparcar el coche eléctrico, ningún contenedor de basura quede sin vaciar, ninguna calle esté sin barrer y el ambiente urbano sea tan antiséptico como una farmacia en Zúrich.

Pero esta tecnología también se podrá utilizar para vigilar a todos los ciudadanos las 24 horas del día. La próxima Alexia (asistente virtual de Amazon) fingirá que recibe órdenes, pero te estará observando, chasqueando su lengua y pisando tu pie. En el futuro, la conectividad por voz funcionará en todas las habitaciones y en casi todos los objetos. Tu colchón vigilará tus pesadillas. Tu nevera solicitará más queso. Tu puerta se abrirá en cuanto llegues, como un mayordomo silencioso. Tu medidor inteligente negociará la tarifa de electricidad más barata. Y cada uno de ellos transcribirá minuciosamente cada uno de tus hábitos en diminuta jerga electrónica que no se almacenará en tus chips, en tus entrañas, sino en la gran nube de datos que se extiende de manera más opresiva sobre la raza humana, una gigantesca y oscura nube con truenos que esperan estallar. No controlamos cuándo o cómo se producirá esa precipitación y, cada día que usamos nuestros teléfonos o iPads no solo dejamos nuestro rastro indeleble en el éter, sino que nos convertimos en un recurso: clic a clic, toque a toque.

No sabemos quién decide cómo utilizar esos datos. ¿Se pueden confiar nuestras vidas y esperanzas a esos algoritmos? ¿Las máquinas, solo las máquinas, deberán decidir si resultamos aptos para tramitar una hipoteca o un seguro o qué cirugía o medicamentos debemos recibir? ¿Estamos condenados a un futuro frio y cruel en el que una computadora decide sí o no con la sombría finalidad de un emperador en la arena? ¿Cómo realizamos alegaciones ante un algoritmo? ¿Cómo logramos que contemple circunstancias atenuantes? ¿Cómo sabemos que las máquinas no han sido maliciosamente programadas para confundirnos o, incluso, para engañarnos? Ya usamos servicios de mensajería de todo tipo que ofrecen comunicación instantánea a un precio mínimo. Esos programas y plataformas también se podrían diseñar para censurar en tiempo real cualquier conversación y borrar de manera automática las palabras ofensivas: de hecho, ya sucede en algunos países.

El autoritarismo digital no es, ¡ay!, parte de una fantasía distópica, sino una realidad emergente.

—Me has dejado impresionado, pero no me has dicho todo tu nombre.

—Me llamo Borys Johnson. Creía que me habías reconocido por mi pelo.

 

Discurso pronunciado por Borys Johnson en el 74ª sesión de la Asamblea General de las Naciones Unidas.