Todos
los días en mi breve trayecto entre casa y trabajo me encuentro a personas
pidiendo.
En
mi misma calle, a la entrada de un supermercado, una señora se sienta todos los
días en una caja de frutas que de vez en cuando abandona para hurgar en el
contenedor de basura cercano. Saluda con una sonrisa a cuantos pasan. A medio
camino, también sentado en el escalón de la puerta de una iglesia, se sitúa
alguien con alguna tara que tiene a bien exhibir para mover a mayor compasión.
Su saludo se dirige mayoritariamente a quienes acceden al templo. Un poco más
adelante un grupo de transeúntes – que deben transitar poco porque siempre son
los mismos- se reúnen en animada y a veces escandalosa conversación. Por lo
general no saludan a nadie a no ser que les toque contarte una historia que,
indefectiblemente, deviene en petición.
Esto
de pedir tiene tanto de necesidad como de humillación. Cuando das no sabes
si estás ayudando o humillando, o tal vez ambas cosas. Mantengo una duda
razonable sobre su eficacia y dudo de si esa pequeña ayuda que van recopilando
les saca del pozo de la miseria o les mantiene en él.
No
he resuelto el dilema de si es conveniente ayudar directamente a quien pide o
hacerlo a través de alguna organización que actúa a modo de franquicia. Cuando doy pienso
lo uno y cuando no, lo otro. Los musulmanes tienen el deber de dar limosna
todos los días directamente al necesitado si su situación se lo permite, pero
parece más adecuado cuando se canaliza a través de alguna oenege. Se quita esa
carga de humillación en quien pide y de prepotencia en quien da, aunque en
muchos casos se pierde en eficacia y recursos.