O somos de natural optimistas, o las carencias que padecemos nos llevan a idealizar el futuro e imaginarlo como la arcadia feliz. Al menos cuando la vida aun no nos ha espabilado o no hemos alcanzado un grado de madurez que bien se puede traducir, si quieres, en desengaño. Eso me pasaba a mí cuando me imaginaba cómo sería mi futuro cuando tuviera 40 ó 50 años –no podía llegar más allá- en dos aspectos. El trabajo y las relaciones sociales.
Con respecto al primero, por los años 60/70 las nuevas tecnologías emergentes apuntaban, o eso nos hacían creer, hacia un futuro donde las máquinas harían el trabajo duro. No sólo ése, sino todo el trabajo. Vamos, que nos íbamos a dedicar a la vida contemplativa o a cultivar géneros más enriquecedores y creativos. ¡Qué futuro más halagüeño nos esperaba! No las 48 horas semanales en jornada continua que había que padecer. ¡Qué ilusos!
Las propuestas actuales van en otra dirección. De hecho el Consejo de Ministros del Consejo Europeo aprobó en 2008 una Directiva aplicable a toda Europa, por la que se ampliaba, por acuerdo voluntario trabajador-empresario, la jornada de 48 a 65 horas semanales. El Parlamento Europeo la rechazó pero ya han metido la puntita. Supongo que volverán a la carga. Así es que la tendencia no es como nos la pintaban. Tiene su lógica. No puede haber holgazanes, gente improductiva que no llene el saco sin fondo de los insaciables que quieren más dinero, más dominio, más control. Y volvemos como siempre al modelo insostenible.
En cuanto al segundo aspecto, el de las relaciones sociales, me imaginaba más o menos a todos cogidos de la mano, saltando y cantando en una pradera llena de flores y luz. Bueno, digamos que en un grado de concordia y buenas relaciones donde habríamos desterrado la miseria y superado los conflictos. Contrasta esta visión con la que nos ofrecía de vez en cuando algún libro sobre cómo sería el futuro –hoy ya presente- del estilo de la novela de Orwel 1984 que nos presenta un futuro donde una dictadura controla de tal manera hasta la vida privada de los ciudadanos, que es imposible sustraerse a su control. O las películas futuristas con máquinas inteligentes que tratan de imponerse a los humanos. O aquellas con una élite dominante, muy pero que muy mala, pero con la sonrisa en los labios y un ejército de mercenarios presto para cumplir con los métodos más expeditivos.
Hoy la realidad supera la ficción, como suele decirse. El control que se ejerce sobre los ciudadanos y el nivel de sofisticación no tienen parangón. Lo que ocurre es que lo vamos asimilando pues nos lo meten en pequeñas dosis. Primero crean la necesidad (inseguridad, eficiencia, progreso…) y luego crean el remedio.
Pero me quedo con lo que solía darse en las películas. Un grupo de irreductibles o rebeldes hacían frente al status quo. Amén.
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