El
mar, inmenso mar, ¡qué extraña atracción!, qué sosiego y, a la vez, qué
perturbación produce. Y la playa, qué bucólica también. El susurro de las olas
rompiendo. Las pisadas con el pie desnudo sobre la arena mojada. La brisa
acariciando tu rostro bañado por los rayos del sol, mientras tu mirada se
pierde en el infinito, que es como hacer un viaje a tu interior. Pero solo
cuando está vacía, porque cuando está llena de toallas y de tumbonas, de niños
corriendo y gritando, de cuerpos con exceso de grasa por dentro y por fuera, de
viento que te mete la arena por todas partes, de agua fría y sucia y la arena repleta
de deshechos, entonces, empiezas a cambiar de opinión.
Tengo
que reconocer que voy poco a la playa a pesar de tenerla relativamente cerca.
Cuando tenía hijos con los que hacer castillos y presas y figuras con la arena y
enterrarme en ella, e inventar historias y escudriñar entre las rocas y
alquilar un pedalo, entonces sí era divertido. Ahora las caricias del sol no me
motivan lo suficiente y el vuelta y
vuelta prefiero hacerlo en el sofá de casa.
Aun
con todo en dos años he ido un día. El de la foto. No había toallas, ni niños,
ni todo lo demás, pero ante panorama tan desolador, fui incapaz de avanzar un
paso más y opté por dejarlo para otra ocasión. Tal vez el próximo verano.
Se
puede ver la foto clicando en el cuadro superior Imágenes.
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