Cuando queremos explicar qué es la vida, muchas veces recurrimos a la comparación. En gran parte lo hacemos con los juegos de azar: jugar al ajedrez o a los dados, al mus o al billar. También se busca el símil de un rio, un tren, un libro, la montaña rusa, montar en bici… Otros le ponen adjetivos: bella, una mierda, un valle de lágrimas, o la definen: La vida es como una caja de bombones que no sabes lo qué te va a tocar decía Forrest Gump. Para Calderón de la Barca la vida es un frenesí, un sueño, una ficción y una tómbola para Manu Chao y Marisol, hoy Pepa Flores. Jonh Lennon decía que es lo que nos pasa mientras hacemos otros planes. A mí siempre me ha gustado decir que es lo que acontece a los seres vivos, sus experiencias o, desde el punto de vista biológico, bastaría con decir que es nacer, crecer, reproducirse y morir.
Siendo un aficionado al ajedrez, me fastidia que algunos políticos, estrategas o militares varios se planteen la vida como si de este juego se tratara, aunque la simbología y similitud entre realidad y juego es evidente. En ambas se da una lucha por la supervivencia entre dos enemigos que hacen gala de sus intenciones más perversas y usan los métodos más destructivos para aniquilar el contrario. El ajedrez es, en el fondo, cruel y despiadado pero sin que corra la sangre y haya víctimas reales, lo que sí ocurre en la vida real. Así que se puede convenir que guerra y juego son una batalla donde uno gana y otro pierde, con la particularidad de que en ajedrez se puede llegar a un pacto de tablas que conlleva el fin de las hostilidades para los dos contendientes en igualdad de condiciones, es decir ninguno pierde. En ajedrez cuando un contendiente no puede mover ninguna ficha —lo que se llama ahogado— no pierde la partida pero el otro tampoco gana por mucho más ejército y potencia que tenga. Esta es una de las grandes diferencias. Otra es que si no quieres jugar, no juegas, lo que no ocurre en la guerra donde tanta responsabilidad tiene quien la empieza como quien la provoca. Donde toda acción tiene sus causas y consecuencias que habrá que analizar y quien se siente agredido tiene derecho a defenderse. En una batalla real siempre hay perdedores y son siempre los más inocentes. La guerra es un lugar donde se matan entre sí gentes que ni se conocen ni se odian defendiendo intereses de gentes que sí se conocen y se odian, pero no luchan.
A pesar de que he dicho antes que el ajedrez es cruel y despiadado, es algo más que placer o diversión lo que se puede sentir. Los principios y valores que se desarrollan en gran parte también son válidos para la propia vida. En origen son la implementación de un sistema del orden social, pero sobre todo fomenta la reflexión, la capacidad de análisis, creatividad, concentración, visión espacial, paciencia, humildad, toma de decisiones… El objetivo de los peones —el pueblo llano— es etimológicamente sacro oficio (sacrificio) en beneficio de las figuras superiores. Excepcionalmente puede llegar a Dama. Otras figuras representan estamentos diversos pegados a la realidad. El Rey, el monarca soberano imprescindible para que el juego siga. Ya me da rabia tanto poderío concentrado en uno, sobre todo cuando en todo el juego no pega palo al agua arropado por sus vasallos que le deben protección pero que nadie podrá ocupar su puesto. Sólo al final, cuando no tiene casi quién le proteja, se decide a sacar la espada. Por último la Dama, única mujer, con un poder inmenso por encima de cualquier otro.
Me da escalofríos pensar cómo en una guerra se manda a la gente a morir, así directamente, como en el ajedrez que se sacrifican piezas para ganar posiciones. La piedad las buenas intenciones, la cortesía, no existen cuando se mueve un caballo para cargarse otra pieza sabiendo que va a morir o cuando se manda a un tanque a abrir un corredor en las filas enemigas. Para los señores de la guerra, una batalla es un juego de estrategias donde lo único que interesa es el resultado sin reparar en los estragos humanos y materiales.