2018-01-25
A MI PERRO NO LE GUSTAN LAS CAMPANAS
El título de esta entrada puede llevar a engaño
porque, en realidad, yo no tengo perro, pero conozco a uno y, efectivamente, no
le gusta ese sonido hiriente, capaz de dejarte una hipoacusia permanente a nada
que, en un descuido, te expongas más de la cuenta. En cuanto las oye, huye del
lugar si puede o se refugia debajo de la cama. Porque las campanas, como el
cocido de la abuela, cada vez son menos como las de antes. Las inventaron los
japoneses y eran de porcelana. Cuando pasaron a Corea y Vietnam se hicieron de
bronce y en esas estamos.
Antaño igual servían para anunciar un nacimiento,
una defunción, una boda o fuego, pero ahora mayoritariamente para molestar al
vecino trasnochador y encolerizar al ateo. En la actualidad tienen un sonido más
artificial. Muchas han sido electrificadas con
dispositivos digitales informatizados a base de microprocesadores que regulan
su toque, la intensidad del tañido y la modalidad del repique elegido.
Algunas, incluso, tocan cancioncillas populares
Únicamente me
gusta el sonido de la campana mayor de la catedral de mi ciudad. Se llama María,
la campana naturalmente. Tiene un sonido grave, no en vano está expresamente
fabricada para que suene en la nota do. Cada golpeo está distanciado. Mover
casi doscientos cincuenta kilos de badajo en un diámetro de dos metros y medio
no es tarea sencilla. Marca un ritmo acompasado con una impronta de solemnidad.
Destaca sobre el resto. Además, es únicamente en las fiestas importantes cuando
la hacen sonar. Supongo que si ocurriera cada hora terminaríamos, ateos y no
ateos, por aborrecerla.
Un paisano mío no contemporáneo, hermano de un afamado
escritor, erudito doctor y cronista de cuanto acontecía en su entorno, hablaba
de las gentes que poblaban esta zona en la que vivo, rodeada de montes —por lo
que a sus habitantes, excluidos los de la ciudad, se les llama “cuencos”—, que
abarca menos de trescientos kilómetros cuadrados, pero que acoge a una treintena
larga de pueblos la mayoría diminutos. Con mucha ironía y malicia clasificaba a
los cuencos en varios grupos: Los que oyen y ven la campana de la catedral, los
que la ven sin oírla, los que la oyen sin verla y los más cazurros que ni la
ven ni la oyen. Decir esto hoy es políticamente
incorrecto y, con seguridad, alejado de la realidad, máxime cuando les dedica
unas cuantas lindezas del estilo de «lugareños de colmillo retorcido».
¿Y qué conclusión se puede sacar de todo esto? Pues,
poniéndome filosófico en plan Aristóteles, plantearía un silogismo. Premisa 1:
Los ateos aborrecen el sonido de las campanas. Premisa 2: A mi perro no le
gusta el sonido de las campanas. Conclusión: Mi perro es ateo.
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