El
espectador imbécil es una figura de la que ya no se puede prescindir en
cualquier espectáculo que se precie. Más que espectador es un actor que sigue
las pautas que le marca el director de escena en función de cómo le interesa
que se desarrolle, ya que es un elemento más del mismo. Basta con observar los
programas que cualquiera -es decir todas- las televisiones emiten diariamente. Entran
con la lección aprendida, cómo deben vestir, dónde se deben situar, cómo hay
que repetir si su reacción no ha sido la previsible o lo suficientemente
elocuente, cuándo hay que aplaudir o reír, a no ser que ya venga esto enlatado.
En este caso estamos ante el convidado de piedra que completa el decorado del
plató. Así que alterna el papel entre espectador imbécil y tonto útil.
Y
lo que pasa en los estudios de TV es una muestra de lo que pasa en los hogares.
Quien se apalanca en el sofá sin el menor espíritu crítico, está expuesto a
recibir una dosis de bazofia en estado puro para la que no tiene vacuna. Series
insulsas que sólo divierten, pero que
meten la ideología más rancia o reescriben la historia. Debates adoctrinadores
donde falta la parte crítica. Presentadores imparciales
al servicio de quien fabrica la opinión. Noticieros objetivos que retuercen la noticia para mostrar sólo lo que
interesa. Telepredicadores que recuerdan a los charlatanes de feria. Cotilleos cutres
y zafios donde se muestran las miserias de unos personajes de chichinabo. Gran
hermano que de experimento sociológico –decían- ha devenido en puterío. Incluso
en esos documentales sobre naturaleza, aparentemente inocuos, se puede
encontrar la manipulación: En las escenas, las secuencias, la historia que
relata, la mano de Dios o la moralina final.
Basura,
basura, basura. Toda esa basura nos entra directamente en vena, la procesamos y
el resultado final es que nos convertimos en inadaptados para hacer frente a la
vida real, faltos de reflexión, de crítica
y de voluntad propia.
La
realidad es que somos espectadores de lo que acontece a nuestro alrededor
siempre que no nos veamos involucrados directamente en ello. Miramos la vida
como si fuera El show de Truman. El
drama de los refugiados sirios nos dura dos semanas. La hambruna que asuela
buena parte de África nos llega como por entregas y sólo nos acordamos cuando
echan un capítulo. Las guerras enquistadas en buena parte del mundo no
despiertan nuestro interés, si no nuestra indiferencia en muchas ocasiones.
Y
lo mismo pasa con el paro de larga duración y los contratos basura; las
enfermedades raras y las listas de espera; los que duermen en la calle y los
que se pasan la vida en la cárcel; los que soportan la opresión de un jefe
tirano o un marido maltratador; los que tienen la educación y la cultura como
lujos inaccesibles.
Se
acercan las fechas navideñas y nos montarán maratones solidarios que lavarán
nuestras conciencias por un tiempo. Tocarán la campana: «Se han alcanzado tropecientos mil… », «Ustedes son formidables», «Pueden dormir con la conciencia tranquila»…
Todas
estas situaciones están pasando en nuestro mundo, a nuestro alrededor y entre
lo que se hace mal y lo que se deja de hacer, seguirán por los siglos de los
siglos. El drama es que la mayoría podría solucionarse, si no a tiempo porque
eso ya es imposible, al menos razonablemente bien si hubiera voluntad, porque
medios y recursos hay. Pero quien tiene la voluntad no tiene ni recursos ni
medios (¿o sí?) y quien tiene estos, los emplea para que todo siga igual (esto
seguro).
Luego
llegará la hora de la votación –mínima oportunidad para empezar por algo-, nos
plantaremos ante la urna y meteremos el sobre por la ranurita, al tiempo que,
con mayor satisfacción, los titulares de las papeletas harán lo mismo con
nosotros. « ¡Aleluya, la democracia
funciona!»
No hay comentarios:
Publicar un comentario
No te cortes, este es el sitio para expresar tu opinión