Los
cuentos clásicos vienen con una carga pedagógica a través de mensajes
subliminales. No sé, es posible que transmitan algunos valores positivos, pero
la mayoría son rancios, otros del peor gusto e incluso los hay macabros.
Abundan
el sexismo, la dominación, la sumisión, la xenofobia, los perjuicios sociales.
Todo el desarrollo del cuento es angustioso por los padecimientos y penurias
que sufre su protagonista, para acabar indefectiblemente en un final feliz
consistente en que los malos siempre pierden y los buenos forman una familia
tradicional –mujer sumisa y débil, hombre fuerte y salvador- y viven felices,
ricos y contentos. Vamos, como la vida misma.
Son
formas de disfrazar la realidad que, a mi modo de ver, ni siquiera en el tiempo
en que fueron escritos podían tener un grado de aceptación. Al menos en la
actualidad sirven como fuente inagotable de inspiración para preparar los
disfraces de las fiestas.
Hablando
de disfraces y de cuentos, hay personas que van por la vida permanentemente
disfrazadas. Viven en la irrealidad de su cuento. Tal vez sea para cubrirse de una
dignidad de la que carecen o para destacar del resto, porque otras cualidades
les son ajenas. Monarquías, militares y curas -como no- se llevan la palma en
esto de la ampulosidad, la parafernalia, la quincallería y el metal del bueno.
Luego
les pasa como en la canción del grupo Los
Salvajes, Judy con disfraz –que ya tiene sus añitos- donde el protagonista
conoce a Judy en un baile de disfraces, ésta le sonríe y él se queda enamorado.
Todo su deseo es verla sin disfraz, pero cuando se lo quita se lleva una
desilusión y ya no quiere volver a verla por ser tan fea (sic).
Me
comentaba un amigo que, estando de vacaciones en Tailandia, se toparon por la
calle con una concentración de disfraces, donde quien acaparó la mayoría de las
miradas y el éxito fue un lugareño que iba disfrazado de turista. Pantalón
corto, gorro, gafas de sol, mochila a la espalda y cámara al cuello. Exactamente
igual que como iba él. Así que la vestimenta no hacía el disfraz sino la
procedencia de cada uno. Lo que induce a pensar que será realidad aquel refrán
que dice que el hábito no hace al monje y concluir que lo del disfraz hay que
tomárselo como algo relativo en algunos casos, o sea, depende.
Ejemplo
de ello son los personajes que el otro día me encontré por la calle. Un
africano disfrazado –parcialmente hay que decir- de vasco, si a esa vestimenta
se le puede llamar disfraz ya que para un autóctono es simplemente su vestimenta
tradicional, y un vasco disfrazado de lobo feroz, como el del cuento, pero que
resultó muy simpático.
La
foto lo atestigua. Se puede ver pinchando en la pestaña superior Imágenes.
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