Cada
treinta segundos una persona se quita la vida. Eso supone más de un millón al
año, número que supera con creces a todas las víctimas juntas de homicidios,
guerras y desastres naturales. Si añadimos las intentonas fallidas, las cifras
se disparan pues se calcula que por cada uno que se consuma veinte fracasan en
el intento. Y el número de quienes en un momento u otro de su vida se lo han
planteado alguna vez, desborda con creces cualquier cálculo.
Demasiadas
muertes y demasiados intentos, lo cual es un indicativo de que algo va mal.
Hastío de la vida, máxima insatisfacción, frustración, problemas insuperables a
los que no se sabe cómo enfrentar, balance negativo ante lo que ofrece la vida,
desesperación. Múltiples causas que vencen a nuestro instinto de supervivencia
y a nuestras capacidades.
En
más de treinta y cinco países las leyes prohíben o penalizan este acto, lo cuan
no deja de ser una paradoja. Si el resultado ha sido exitoso desde el punto de
vista de los propósitos del suicida, el problema lo trasmites a tus deudos con
la herencia, pero si se fracasa queda la sanción legal añadida a la frustración
que te ha producido.
Estas
muertes tienden a ocultarse a la opinión pública por cuanto ejercen un efecto
de contagio ya que quien esté pensando en hacerlo, se identifica con el
problema y encuentra la aparente solución.
Las
causas evidentemente son variadas. Lo más probable es que en la mayoría de los
casos se presenten desórdenes bien mentales, físicos, de entorno o
económicos. Pero no es así en todos los casos. Si bien es cierto que en la
adolescencia y juventud se producen gran cantidad de suicidios, el mayor
porcentaje se produce a partir de los sesenta y cinco años, con lo cual el
diagnóstico de trastorno quiebra. Se puede llegar al convencimiento meditado de
querer hacerlo por propia voluntad al margen de condicionantes externos.
Algunas
sociedades, tanto de la antigüedad como actuales, han ensalzado la figura de
quien entrega su vida por el bien de la familia, de la comunidad, de los ideales o de la patria, pero el resultado viene a ser el mismo. Dar la vida por algo o
por alguien no deja de ser un suicidio de la persona que lo hace,
independientemente de su carácter altruista, de su abnegada entrega y
generosidad, etc., etc. Sabe que va a morir y su muerte es igual de efectiva si
lo hace él mismo o se lo hacen.
Decía
Séneca –que acabó su vida suicidándose- que era el último acto de una persona
libre.
Y
aquí es donde yo quería llegar. Porque todo esto ha sido el preámbulo para el
post que desarrollaré otro día y al que cambiaré el nombre de suicidio por el
de eutanasia.
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