Dicen
que hay cuatro premisas para considerar que un Estado es fallido: la pérdida
del control del territorio o parte de él, la pérdida de la legitimidad en la
toma de decisiones, la pérdida de capacidad para prestar servicios básicos a la
población y la pérdida de capacidad para la normalización de relaciones con
otros Estados.
Creo
que no es necesario que se den las cuatro al unísono para que, por ello, se les
considere fallidos. Así que habrá que considerar otros parámetros que nos
lleven a determinar si un estado es cohesionado y estable o no lo es.
Voy
a hablar de un país llamado Reino de España. Lo de reino ya empieza por no
gustarme y la manera en la que accede el titular al puesto mucho menos. No solo
por ser impuesto por un dictador sino, además, por el pasado escabroso de su
estirpe y el presente bochornoso. Y para rematarlo, el Rey es irresponsable, o
sea, que no tiene responsabilidad alguna. Tan alto cargo para eso es mucho
pagar.
Mi
criterio sitúa a este país dentro de la categoría que da nombre a este escrito.
Y no precisamente porque sus fronteras hayan ido variando con el tiempo. Podía
ser un argumento ya que con la demarcación con la que se le conoce ahora no
tiene ni un siglo de existencia.
Tengo
que convenir con la idea generalizada de que desde sus albores ha destacado por
la picaresca, lo cual parece que tienen a gala. Tal vez forma parte de su ADN.
Es la nota más destacada de la tradición española, aunque eso ahora lo han
dejado mayormente para la literatura y se han superado. La camada de pícaros ha
eclosionado y ahora se cuentan por miles. Se trata directamente de saqueo y de
corrupción. Lo malo es que sigue haciendo gracia. No encuentro otra explicación
a que, elección tras elección, se siga votando a los mismos corruptos o
presuntos. A que las televisiones, la prensa y el cotilleo den cancha y
encumbren como celebridades a cualquier
defraudador, a cualquier pícaro o a cualquier funámbulo. Forman parte del
paisaje, como un elemento más del folclore. Y una Infanta que no se entera de
nada, y le vale.
Con
ser mala la corrupción económica y política, también ha llegado a la judicial,
lo que le añade un punto más de perversión. No es normal que un Tribunal
llamado Audiencia Nacional, heredero de otro llamado Tribunal de Orden Público
(TOP) instaurado por el mismo dictador que hizo ídem con la monarquía, juzgue a
una Presidenta de un Parlamento soberano, se supone, por aceptar que en Pleno
se debata una propuesta. Tampoco lo es que una pelea entre un grupo de
provocadores y otro que responde, en un pueblo en fiestas a las cinco de la
mañana, acabe con la acusación de terrorismo, lo que conlleva penas de entre
diez y quince años de cárcel. En los asuntos de poca monta, en el día a día,
puede que la Justicia funcione razonablemente bien, pero cuando tocan intereses
económicos, políticos o ideológicos, la Ley es interpretable y elástica. Los que
la administran dicen que lo hacen en nombre del Rey, vamos, unos mandados, pero
el resultado es a beneficio de quienes les nombran. Estos se enrocan en que la
Ley es la Ley y hay que cumplirla y de ahí no les sacan, ya tienen su
argumento.
Naturalmente
las cosas no ocurren porque sí. No puede haber tanto despropósito si no hay un
consentimiento generalizado. Gente mediocre e insolidaria que tolera las
tropelías de gente famosa con poder y éxito, que ha convertido la política en
una orgía de mangoneo con la desfachatez de quien se sabe impune. A lo sumo la
protesta se transforma en chistecitos, bromitas, tuits, en pásalo y ya he
cumplido. En el fondo no se piensa en cambiar para mejorar. Piensan que si se
vota a los mismos ellos se beneficiarán. Lo demás les da igual. Si se mantienen
las bolsas de miseria ellos estarán mejor pues, al excluir del reparto a unos,
toca a más. No encuentro otra explicación.
He
llegado a la conclusión de que esto no tiene remedio. Quinientos años de
picaresca, cuarenta de fascismo y otros cuarenta de pseudodemocracia dan para
mucho. Dan para corrupción, estafas, apropiación indebida, prevaricación,
malversación, cohecho, fraude a la Administración, tráfico de influencias,
amiguismo y lo que cada uno quiera añadir. Con estos mimbres es difícil
sostener un estado sólido y democrático medianamente digno de tal nombre.
Esto
es para mí un estado fallido en toda regla.
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