Dicen que al acostarse es conveniente analizar la jornada vivida. ¿Qué he hecho? ¿Ha cundido el día? ¿Estoy satisfecho?
Yo, no se si por suerte o por desgracia, en raras ocasiones practico tan saludable ejercicio mental pues me entrego a la actividad onírica tan pronto como tomo postura. Cuando no he podido dormir ha sido por algún problema de entidad, y en estas condiciones es difícil analizar nada objetivamente. Pero cuando me levanto planifico -grosso modo- lo que voy a hacer ese día y el análisis lo voy haciendo sobre la marcha.
Esta planificación y mi deseo de que el día cunda satisfactoriamente, me origina cierta obsesión de cubrirlo con actividad, especialmente el fin de semana. Y cuanto más hago, parece que todo pasa más rápido, porque sin terminar algo, estoy pensando el lo siguiente. Y con la llegada del lunes vuelve la decepción. Una semana tras otra. Necesito fines de semana de siete días. Y entonces espero el verano, que llega y pasa como pasa la noche, mi noche.
Y me queda la sensación de que cuanto más haces más precipitas los ciclos. Que el tiempo se va escapando en una alocada carrera hacia ninguna parte, goteando los minutos como en uno de los relojes blandos de Dalí, como un reloj de arena, inexorable, o como el agua se escapa de las manos.
A veces quisiera que se pudiera detener el tiempo o que esta fuga se pudiera ralentizar con actividad, pero cada mañana me doy cuenta de que ya no es ayer.
Así es que no queda otra. Si el tiempo es igual para todos, lo importante es cómo lo administras, cómo lo gastas, cómo lo sufres y lo disfrutas. A cada instante. Hay que ver y hacer, pero sobre todo vivir, que es sentir. Ya lo decían los romanos: Tempus fugit, carpe diem. El tiempo se nos escapa, aprovecha el momento.